"11 de septiembre" - Álvaro Fuentealba

El 11 de septiembre de 1541, a pocos meses de fundada la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura, el Toqui Michimalonco la atacó con diez mil mapuches que enfrentaron a 55 españoles y cinco mil yanaconas. Santiago fue asediada, incendiada y casi destruida. Pero también se produjo la primera violación de derechos humanos. Diego Barros Arana cuenta que Inés de Suárez, contrariando el consejo de la guarnición militar que Pedro de Valdivia había dejado custodiando a la ciudad, ya que se encontraba en Cachapoal, decidió decapitar a los siete caciques que tenían prisioneros, y que eran demandados por el ejército mapuche, partiendo por Quilicanta, a quien cortó la cabeza empuñando ella misma la espada. La exhibición de sus cabezas en picas habría provocado la retirada del Toqui, y la salvación de lo que quedaba de Santiago.

El 11 de septiembre de 1973 se produjo otro hecho bélico en Santiago. Y fue una tragedia para Chile. La interrupción del orden democrático, la abrupta destrucción del incipiente estado de bienestar, y la larga lista de detenidos desaparecidos, ejecutados políticos, torturados, exiliados y exonerados han hecho que los efectos del golpe de estado se proyecten hasta el día de hoy.

La garantía de no repetición de las graves y sistemáticas violaciones de los derechos humanos, entendida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos como parte de la necesidad de reparación (Art. 63-1 CIDH), nos obliga a reflexionar sobre la necesidad de no olvidar y de acrecentar los ejercicios de memoria, necesarios para un pueblo que quiere construir un futuro basado en el entendimiento democrático y la determinación de reglas para poder convivir, función que cumple el derecho.

Justamente la reflexión sobre el derecho, o acerca del derecho, es la que generalmente se omite en estas fechas. Naturalmente se estima más importante y urgente reflexionar sobre las razones y proyecciones políticas que dotan de significado al golpe y a la dictadura que instauró. Quisiera reflexionar sobre las relaciones entre derecho, política y violencia.

La Constitución de 1833, carta que impuso el proyecto político del bando político triunfante en Lircay, y que desconocieron el régimen institucional vigente, de 1828, establecía en sus disposiciones generales un enunciado normativo de protección del estado de Derecho contra el golpe de Estado y la Revolución. Señalaba la disposición: “Artículo 160. Ninguna magistratura, ninguna persona, ni reunión de personas pueden atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les haya conferido por las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo”. Ese enunciado normativo no fue un impedimento para la guerra civil de 1891, ni tampoco para el antecedente directo de su sustitución, el ruido de sables de 8 de septiembre de 1924.

Otro 11 de septiembre, esta vez de 1924, se produce la declaración de los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, que se auto atribuyeron el poder. Se constituye una Junta de Gobierno que encabeza el general Luis Altamirano Talavera, que gobernará el país hasta el 23 de enero de 1925.

El proceso constituyente desencadenado luego, hábilmente conducido por el presidente Arturo Alessandri, a su regreso de su “licenciamiento” decretado por los militares, dio a luz una nueva Carta Fundamental, plebiscitada en 1925. En sus disposiciones iniciales contempló lo siguiente: “Artículo 4. Ninguna magistratura, ninguna persona, ni reunión de personas pueden atribuirse, ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido por las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo”. Una vez más, la carta política se ocupaba de poner un freno jurídico a quienes pretendan tomar el poder por vías antidemocráticas. También señala que desde el punto de vista jurídico es nula cualquier actuación de esas autoridades espurias.

No obstante ello, otro 11 de septiembre, ahora en 1973, un golpe de Estado singular y desmedidamente violento puso fin al legítimo gobierno del presidente Allende, inaugurando una era de terrorismo de Estado sin precedentes en la historia patria.

Instaurado un nuevo proceso constituyente que se extendió entre 1976 y 1980, la dictadura impuso en un plebiscito fraudulento y sin garantía alguna, una nueva constitución. En una de sus disposiciones del capítulo que establece las “Bases de la Institucionalidad”, se lee: “Artículo 7. Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades y sanciones que la ley señale”.

Nuestra vergonzosa historia constitucional se puede resumir en la tensión entre la proscripción constitucional del golpe de Estado, y bellas cláusulas protectoras del Estado de Derecho, y la legitimación de la violencia como método de acción política que ha provocado la práctica transicional, no sólo en la última post dictadura.

Esto nos lleva a reflexionar sobre la necesidad de concebir y enseñar el derecho no sólo como una cuestión de reglas, sino como un conjunto de hechos, conductas y valores coherentes con una forma democrática de entender la vida en sociedad, como un método de construcción de paz, de soluciones pacíficas de los conflictos, y de equidad social. Los efectos que nuestras Constituciones asignan a la infracción cometida por los sediciosos es clara. Sus actos son nulos. ¿Por qué entonces nuestra arquitectura jurídica proviene de regímenes de facto y no nos provoca escándalo? ¿Estamos dispuestos a aceptar que la facticidad superará siempre a la validez de las normas que garanticen por su proceso de generación deliberativo y participativo su legitimidad?

Al jurista con mayúsculas debiese repugnar que el dictador se salga con la suya. O que sus colegas se pongan al servicio de las dictaduras para darles apariencia de juridicidad. El derecho tiene carga emotiva positiva. A los peores dictadores y líderes totalitarios les gusta decir que en sus países se vive en un “Estado de Derecho”. Porque, como dice un gran amigo, el derecho es la conquista de la civilización sobre la barbarie. Esa lucha, no termina nunca.

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