"Estado, seguridad e incertidumbre vital" - Felipe Abbott

Desde octubre nuestra sociedad sufre una convulsión en torno a cómo responder a la pregunta ¿qué país queremos? ¿qué Estado necesitamos?. Y desde el verano pasado, la pandemia del COVID-19 se ha encargado de alimentar las angustias inherentes a tales preguntas, con sentido de urgencia, dolor y crecientes dosis de incredulidad.

El país que queremos, en términos generales, debería ser uno donde cada uno pudiera construir su proyecto de vida sobre bases relativamente sólidas, lo que implicaría, entre otras cosas, apoyar tales proyectos biográficos particulares con elementos que trascienden a las capacidades individuales: una buena educación para los hijos, una buena salud para la familia, una buena infraestructura en todo el país para mi negocio o emprendimiento o para mi entorno y desarrollo, incluyendo áreas verdes, transporte, instalaciones deportivas y seguridad pública. Por cierto, una buena perspectiva de futuro para aquel momento en que deje de trabajar y deba -pasando a la población no activa del país- vivir de mi pensión y ahorros.

A octubre del año pasado, la mayor parte de la población tenía una pobre o muy negativa opinión del paisaje que representaba el país, en cuanto a la forma cómo respondía a todos y a cada uno de los requerimientos anteriores. Entre las mayores frustraciones destacaban la precariedad de la respuesta a la seguridad en la vejez, la pobre e irregular respuesta a la demanda por una educación de calidad y la desigual forma cómo se provee salud en Chile. En todas y cada una de las situaciones descritas, el componente “inequidad” constituía un elemento agravante y aguijoneaba la frustración popular demandante de un profundo cambio en el diseño institucional a la base de todo esto, traduciéndose en el proceso constituyente actualmente en curso.

La pandemia no hizo sino subrayar, de modo indesmentible, categórico y dramático, el escaso correlato entre las urgentes necesidades de certezas de la población y la capacidad real de una efectiva respuesta a tales necesidades por parte de las autoridades. El Estado se reveló precario y débil, y las autoridades desconectadas, torpes e insensibles. La seguridad que, después de todo debería proveer el Estado -directamente y no por medio de la actividad privada “en subsidio”- es pobre en todos y cada uno de los aspectos que se han evidenciados como básicos, también en este contexto de crisis sanitaria.

La seguridad de contar con un modelo educativo eficiente, capaz de responder adecuadamente y con flexibilidad, tanto a las necesidades de estudiantes como de profesores, padres y comunidad toda, incorporando visiones creativas para la gestión de currículos así como aportando tecnología cuando ella sume al desafío, no existe. La seguridad de alejar a los niños y niñas del contagio o de alejarlos como amenaza de difundir el contagio, tampoco han quedado claras en el modelo de gestión de crisis implementado. Mientras, profesoras y profesores, familias y estudiantes asumen como pueden la pandemia.

La seguridad de disponer de protección para las fuentes laborales se convierte, en los hechos, en un discurso de protección de la empresa y los negocios, mas no de los trabajadores. La precariedad laboral hace de muchos trabajadores autónomos, sin contratos, a honorarios, derechamente “emprendedores” o microempresarios, pasto del desempleo y la pobreza inmediata al verse privados de ingresos que generan día a día y sin capacidad de ahorro. En este mercado laboral no existe seguridad alguna.

Incluso seguridades que se habían publicitado tiempo atrás como logros de un modelo también se derrumban: la seguridad alimentaria termina siendo puesta en entredicho cuando el ministerio del ramo debe llamar a la tranquilidad, ya que asegura que vienen en camino containers de ultramar con legumbres para compensar la escasa oferta del medio interno, ya desabastecido.

La seguridad de una respuesta pronta y adecuada de nuestro sistema de salud ha ido quedando relativizada conforme las cifras y las explicaciones se cruzan, se confunden o se desmienten recíprocamente. Una tradición de salud pública queda desmantelada, cuando siquiera cifras elementales como contagios o fallecidos totales son informadas de manera tal, que al final la autoridad sugiere que para transparentar los datos, son puestas a disposición de la ciudadanía todas las cifras, por separado, para que cada quién las utilice para sus específicos propósitos, esto es, la estadística sanitaria nacional como un puzzle personal. Entre los equipos médicos mismos hay inseguridad, dependiendo de si tienen adecuados turnos y compañeros de equipo enfermos, equipos de protección, precariedad laboral, obligaciones familiares o pasaporte extranjero.

La seguridad que siempre se cita es la pública o ciudadana. Ella involucra fundamentalmente el trabajo coordinado de policías, la administración de justicia, la política pública asociada y una evaluación permanente. Pero ni esta seguridad está ahora bien satisfecha, aún cuando, no obstante las demás urgencias, Carabineros de Chile dispone de más de 10 mil millones de pesos para la compra de material pesado de represión o, se insiste en la discusión de un sistema de inteligencia nacional deslegitimado para enfrentar amenazas difusas, cuando la del narcotráfico y el abandono de grandes territorios de comunas precarizadas y condenan a una importante población al miedo y la desesperanza. Allí efectivamente, no hay seguridad (pública, tampoco).

Pero la seguridad es más compleja que esto.

La seguridad en este país no es asunto solamente policial. Es contar con un sistema de salud bien dotado, con equipos humanos en condiciones laborales apropiadas, con tecnología e infraestructura estándares para todo quien lo requiera, con un modelo educativo que sepa responder a necesidades complejas de su comunidad más allá de la sala de clases y, con trabajo protegido que provea precisamente eso: seguridad. Capacidad de vivir el aquí y el ahora reduciendo la incertidumbre, en una vivienda donde la familia encuentre refugio (no hacinamiento y violencia) y construya una perspectiva de futuro, donde la vejez no sea un horizonte amenazante tanto por lo oscuro sino por la seguridad de lo que traiga consigo: sólo angustia y pobreza.

Si el país que queremos debiera ser más seguro, el Estado que necesitamos debe entender que esa seguridad está lejos de construirse sólo con el endurecimiento de sanciones, más policías y más vigilancia. La seguridad ontológica constituye un rasgo esencial de un Estado democrático en cuanto brinde a todas y todos la real oportunidad de cumplir sus sueños. Los últimos tiempos desmienten, lamentablemente, este relato, rodeándonos de pesadillas.

El Estado que necesitamos es aquel que verdaderamente vele a nuestro lado, nos arrope al dormir y desvanezca los monstruos que acechan, tan cerca, en tantos rincones oscuros.

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