"Huelga de hambre" - Antonio Bascuñán

El dilema del Gobierno frente a la huelga de hambre de Celestino Córdova es evidente: si lo alimenta a la fuerza, demuestra una vez más la violencia brutal con que el Estado de Chile trata al pueblo mapuche; si no impide su huelga y él llega a morir, demuestra una vez más la indiferencia culpable del Estado de Chile por el sufrimiento del pueblo mapuche.

La alternativa al dilema genera otro dilema: ¿acceder a las exigencias de un condenado a 18 años de presidio por causar la muerte de dos personas en un incendio, que ni siquiera ha cumplido la mitad de su condena?

La solución óptima sería una salida negociada que no implicara rendición del Gobierno y que pudiera ser vinculada a un proceso de negociación más amplio, orientado a la pacificación. No discrepo de esa apreciación. Tampoco sé si eso es posible en las actuales circunstancias. Lo que me interesa aquí es identificar la raíz del dilema.

Ella no se encuentra en la invasión del territorio mapuche por la República de Chile durante la segunda mitad del siglo XIX, sino en la interpretación por Agustín de Hipona del sexto mandamiento: “No matarás: ni a otro ni tampoco a ti” (La Ciudad de Dios I, 20) y en la confusión de los Tribunales Superiores de Justicia chilenos, que consideran a las normas sobre derechos constitucionales como declaraciones de bienes o valores y prohibiciones a cualquiera de atentar contra ellos (así desde el caso Párroco de San Roque, 09.08.1984).

Conforme a este punto de vista, quien rechaza un tratamiento médico que lo salvaría de morir y quien hace huelga de hambre es un suicida, que es lo mismo que un homicida: atenta contra la vida y por eso infringe el mandamiento divino y —según la confusión jurisprudencial— viola el derecho a la vida. El Estado tiene el deber de impedir eso coaccionando al suicida a vivir. Esta tergiversación teológica del sentido de la Constitución domina el discurso público.

Cuando el suicida es un simple individuo que no invoca otra cosa que el respeto a su autonomía, la práctica teológica de la Administración y la Judicatura no vacila en someterlo por la fuerza. Pero cuando él invoca razones religiosas alternativas pidiendo respeto por una cosmovisión colectiva, entonces la práctica teológica se ve enfrentada al problema de la pluralidad religiosa y la multiculturalidad.

Quienes hablan por Celestino Córdova invocan razones ancestrales que dotarían de sacralidad a su persona para así neutralizar cualquier intento de sumisión de su cuerpo. Al mismo tiempo su estrategia descansa en la raíz teológica de la culpa que recaería en el Estado por no evitar su muerte accediendo a sus peticiones. Esa es la raíz del dilema.

La salida es simple. El Estado cumple con su deber si se cerciora de la autenticidad y seriedad de la voluntad del individuo y si pone a su disposición, y a la disposición de quienes pueden decidir por él en caso de quedar inconsciente, todos los medios para evitar la muerte. Pero no puede legítimamente coaccionarlo a vivir. El derecho a la vida no implica el deber de vivir.

Si se reconoce a cada individuo el derecho a rechazar tratamientos médicos, alimentación e hidratación, no puede transferirse la responsabilidad por su muerte en ejercicio de ese derecho a quien no lo impide. Porque se tiene deber de respetarlo, no de impedirlo. Que Celestino Córdova sea mapuche, machi, asesino o incendiario es irrelevante. Basta con que sea persona. Con eso basta también para que el Estado no se deje extorsionar.

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