"La visita de la Alta Comisionada" - José Rodríguez Elizondo

Paradigma del multilateralismo, la ONU representa un gran avance en la cultura sociopolítica mundial. Promueve una cultura de respeto a los derechos humanos y -en la medida de lo posible- piensa, propone y activa soluciones para los problemas globales de la humanidad.

Para ese efecto, tiene una panoplia de siglas recordables -FAO, ACNUR, OMC, OIT, PNUD, UNESCO-, con agentes calificados, bien remunerados y obligados a una neutralidad política interpretable: “se abstendrán de actuar en forma alguna que sea incompatible con su condición de funcionarios internacionales responsables únicamente ante la Organización”, dice el artículo 100 de la Carta de la ONU.

El detalle es que esa galaxia no basta para reconocerle éxito en su objetivo estratégico de “mantener la paz y la seguridad internacionales”. De hecho, no ha logrado impedir el horror de cientos de guerras ni las amenazas bélicas que las preceden. Y, aunque ha jugado un rol importante para bloquear el estallido de una tercera guerra mundial, más disuasivo ha sido el equilibrio del terror nuclear.

Desde Corea hasta Crimea, pasando por Vietnam, la solución de los conflictos internacionales abiertos se ha buscado fuera del cuartel general de la ONU.

Venezuela Caso Test

Distinto es el caso de los conflictos internos. Si en éstos se asume la continuidad entre las violaciones masivas y sistemáticas a los derechos humanos y las amenazas a la paz y seguridad internacionales, hay una buena posibilidad de acción onusiana preventiva. Es la instancia en que puede operar ese “deber de injerencia”, acuñado y ejercido con éxito por el entonces Secretario General Javier Pérez de Cuéllar. Sobre esa base logró terminar con la guerra interna de El Salvador.

El problema es que aquello supone un liderazgo institucional alerta y un manejo institucional fino. Si no se da, el burocratismo de los mandos medios se impone y el conflicto interno desborda, convirtiéndose en amenaza para la paz y la seguridad internacionales. Pasa entonces a la jurisdicción del Consejo de Seguridad (CS), instancia donde la injerencia onusiana se limita a las posibilidades (rarísimas) de un pleno consenso de sus cinco miembros permanentes.

Aunque parezca una reflexión contrafactual, es lo que ha sucedido con Venezuela. Cuando el régimen militarizado de Hugo Chávez comenzó a mutar en la dictadura bárbara de Nicolás Maduro, no hubo acción ONU decidida. Sin embargo, fue un período en que sólo los agentes del régimen –internos y externos- podían ignorar lo que los hechos gritaban: que las violaciones a los derechos humanos, sumadas a la corrupción, a la irreflexiva obediencia militar y a la inepcia técnica, mutarían en una catástrofe humanitaria que desbordaría las fronteras del país.

La oportunidad se perdió. Luego llegó Donald Trump, amenazando con una intervención militar contra Maduro e, inevitablemente, entró a tallar el CS. Xi Ping y Vladimir Putin encontraron allí una gran plataforma para escenificar sus “gallitos” con el provocador Presidente de los Estados Unidos.

La Alta Comisionada

Ese es el marco político-institucional en que está actuando Michelle Bachelet, en cuanto Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU. En cuanto “baronesa” del sistema, ella puede interpretar la neutralidad política como un deber ético, sujeto al criterio propio y con precedente cercano. El actual Secretario General, Antonio Guterres, fue un líder socialista connotado -Primer Ministro de Portugal y líder de la Internacional Socialista hasta 2005- y no debió hacer declaración alguna respecto a su ideología. Se limitó al juramento del cargo, que reproduce lo esencial del artículo 100.

Por otra parte, la ambigüedad estructural de la organización es funcional a esa prudencia suya que, para sus críticos, es simple aversión al riesgo. Ese talante ensambla bien con los eufemismos y filtros onusianos, que justifican lentitudes y protegen contra decisiones claras, oportunas y eventualmente audaces.

Por lo señalado, la Alta Comisionada no debió renunciar a su indesmentida simpatía por el “socialismo del siglo XXI” acuñado por Chávez, que hoy es coartada de Maduro. Incluso pudo suponer que esa cercanía ideológica le facilitaba un nivel de diálogo crítico y concesiones políticas al borde de la cornisa. Quizás por lo mismo, el dictador incumbente decidió invitarla. Desde su corral político, supuso que el protocolo ONU jugaría a su favor y que Bachelet le sería más cercana (o menos adversa) que Luis Almagro, el Secretario General de la OEA.

Fue un trance difícil para la Alta Comisionada y los televidentes pudieron apreciarlo en su notorio cambio gestual. En Caracas reprimió su sonrisa cordial, apenas ensayó una broma (bastante fome) y saludó de mano a todos, excepto a Maduro. Este fue el único que, ante las cámaras, recibió su antes usual beso en la mejilla.

El balance

En el terreno, Bachelet separó el tema de la violación de los derechos humanos del tema de la violación de los derechos políticos, tan inextricablemente vinculado al tema de la “usurpación” de la jefatura de Estado por parte de Maduro. A partir de esa separación, sin duda artificiosa, Maduro puso el protocolo ONU de su lado. En cuanto invitante y anfitrión, accedió al trato de Jefe de Estado y redujo a Juan Guaidó al trato de jefe de la Asamblea Legislativa. Por añadidura, la organización mundial ignoró el estatus político de éste como Presidente encargado y reconocido por 50 países de estructura democrática.

Como efecto inmediato, quedó anulada la posibilidad (remota) de una denuncia pública contra los crímenes de la dictadura y fue posible mencionar las violencias “contra los partidarios del régimen”. Aún más, la Alta Comisionada criticó, como “agravantes” de la crisis, las sanciones económicas de los EE.UU. a las exportaciones de petróleo y comercio de oro de Venezuela. No consideró que Guaidó estaba de acuerdo con esas sanciones y que muchos esperaban, incluso, que se endurecieran.

Como contrapartida, las ganancias para la oposición eran tan previsibles que resultaron adjetivas. Todas constaban, ya, en un informe del predecesor de la Alta Comisionada, en el cual se reconocía la existencia de violaciones gravísimas a los derechos humanos, con su secuela de instituciones amañadas, justicia espuria, torturas, asesinatos, secuestros, detenciones arbitrarias y violencia armada.

En ese cuadro asimétrico, la instalación en Caracas de dos funcionarios de la Alta Comisionada para que monitoreen la situación, los compromisos de “pleno acceso” a los centros de detención, la alusión a “los obstáculos a la justicia”, la liberación de algunos presos políticos o el diálogo con algunas víctimas, no califican como solidaridad con los demócratas ni como denuncia a la dictadura.

Así lo entendió la destacada opositora Corina Machado. Comentando la visita de Bachelet, dijo que equiparar víctimas y victimarios como partes legítimas de un conflicto, fue “éticamente inaceptable y políticamente injustificable”. Agregó que “el régimen buscó reconocimiento y lo obtuvo”. Felipe González, desde España, sacó la conclusión obvia: “uno tiene que ser mucho más claro y exigente en la defensa de los principios democráticos y en la defensa de los derechos humanos”.

Añádase que la propia Alta Comisionada reconoció, con honestidad y realismo, que no fue a Venezuela para inducir cambios políticos (“yo no hago magia”). Para tal efecto, aconsejó “cualquier otro proceso de negociación” y, específicamente, indujo a participar en el diálogo que sigue desarrollándose en Oslo.

Admitió, así, lo ilusorio de poner todos los huevos de la esperanza democrática en la canasta de la ONU. Ergo, salvo reacciones y rectificaciones del Secretario General Guterres, poco puede esperarse del informe que debe emitir el 5 de julio.

Colofón

Como moraleja, los desunidos dirigentes democráticos de Venezuela y los militares con vocación profesional ortodoxa debieran reconocer que no pueden pedir peras al olmo de la ONU y que la salida de la crisis no puede descansar en el solo apoyo externo. La tragedia nacional les exige, por ejemplo, renovar el espíritu del histórico Pacto de Punto Fijo, de 1958, que firmaron casi todas las organizaciones políticas tras la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez.

La diferencia está en que un nuevo compromiso de gobernabilidad, hoy debieran firmarlo cuando el dictador está en funciones y desesperadamente aferrado al sillón presidencial.

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