¿Qué espacio queda para la buena fe en el contrato de construcción?
Ya lo señalaba el profesor Enrique Barros en una de las primeras entradas de este blog: la buena fe en el derecho de contratos cumple una doble función en la determinación de las obligaciones pactadas por las partes. Por una parte, la buena fe ayuda a comprender lo que estas efectivamente convinieron –función interpretativa–; y por otra, permite identificar qué acuerdos podrían implícitamente haber incorporado a su contrato –función integradora. Esta última función es particularmente problemática dado que pareciera implicar un par de dicotomías; ambas, puramente aparentes. En primer lugar, si el contrato es principalmente voluntad de las partes ¿por qué asumir que estas han incorporado términos sin haberlo así indicado? En este punto debe recordarse que los contratos son generalmente instrumentos incompletos, esto es, contienen lagunas, vacíos o gaps, y la buena fe ayuda a completar dichos espacios. En segundo lugar, la pregunta que razonablemente se deriva de lo anterior es ¿qué lugar queda entonces para la buena fe –si es que hubiera alguno– en contratos altamente detallados? Creemos que la respuesta a esta interrogante es que queda espacio para interpretar e integrar, y mucho. Como veremos, los contratos de construcción son un clarificador ejemplo de lo anterior.
El contrato de construcción es de particular importancia en la economía actual. Su creciente sofisticación ha llevado a que su conceptualización se aleje paulatinamente de sus raíces normativas en el arrendamiento de servicios para la confección de una obra material contenidas en el título XXVI del libro IV Código Civil chileno. Sólo como muestra para el lector de esta creciente autonomía conceptual, algunos definen este contrato, independientemente del arrendamiento de servicios previamente indicado, como aquel acto en que un constructor “se obliga a ejecutar una obra de acuerdo con un proyecto”, en favor de un propietario o promotor, y a cambio de un precio (Para mayor detalle, véase el siguiente trabajo del profesor Arturo Prado).
Sin importar las distintas variantes que puede adoptar el contrato de construcción (contratos de construcción privados, de obra pública, Engineering, Procurement and Construction -EPC-, desing & build contract entre otros), en la industria existe relativo consenso respecto al hecho que estos son contratos complejos, normalmente extensos y detallados, escritos y negociados por partes sofisticadas con asesoría legal y técnica especializada, de los cuales se derivan una variedad de derechos y obligaciones de diversa índole, magnitud y destacada especificidad. Además, las obligaciones pactadas en estos contratos se suelen ejecutar sucesivamente a lo largo de un tiempo más o menos significativo, como sucede típicamente en contratos de construcción para grandes proyectos mineros, de infraestructura, edificación o energía. Dados todos estos antecedentes, se podría pensar que el texto de un contrato de construcción es autosuficiente en cuanto a la determinación de su contenido normativo y que, por lo tanto, poco espacio queda para la buena fe como herramienta interpretativa e integradora. Como anticipamos, ello no es correcto.
En este tipo de contratos la buena fe no solo cumple un rol preponderante como fuente heterónoma para el juez al momento de integrar el contrato en caso de corroborarse lagunas normativas –como ha sido explicado por, entre otros, los profesores Bustos, Schopf y Quezada–, sino que también se presenta como una herramienta útil a disposición de las partes durante la redacción del contrato, así como durante el proceso de interpretación que realizan en su constante ejecución y administración. Específicamente en el contrato de construcción, esta relevancia de la buena fe se explica por varias circunstancias críticas que deben ser tenidas en consideración, lo que lo distingue de otros tipos de contratos:
En primer lugar, la supuesta completitud del contrato de construcción no implica necesariamente que no exista espacio o necesidad para su interpretación e integración. Erraría uno seriamente al pensar que, por tratarse normalmente de documentos de miles de páginas, considerando especificaciones técnicas y otros anexos, las obligaciones de las partes han sido completa y definitivamente determinadas. Por una parte, siempre pueden ocurrir hechos imprevistos. Además, es normal que, por ejemplo, la misma sobrerregulación establecida por las partes explique la existencia de contradicciones, referencias cruzadas mal hechas, así como cláusulas “perdidas” en la inmensidad contractual. Otro “desorden contractual” se da por la habitual modificación formal o informal del contrato durante su ejecución. En este contexto, la buena fe cumple un rol vital en la correcta y lógica interpretación e integración contractual.
En segundo lugar, el contrato de construcción normalmente incluye estándares técnicos locales o internacionales, cuyo contenido normativo puede resultar oscuro para el derecho nacional. Estas secciones del contrato de construcción son usualmente terreno fértil para la diferencia interpretativa o laguna contractual. Hacen bien las partes que, recurriendo a la autonomía de la voluntad, y teniendo en cuenta las exigencias de la buena fe in situ, administran y ejecutan el contrato de tal manera que la contradicción o la laguna no implican una controversia que deba ser llevada al juez. El intento por ejecutar el contrato de manera razonable para los intereses de ambas partes, evitando ser llevado ante un juez o árbitro, también es una manifestación de la buena fe. Como señala la literatura jurídico-económica, los litigios constituyen una importante fuente de costos de transacción, que no solo implica pérdidas para sus involucrados sino que también mermas en utilidad social (al respecto, véase Shavell, entre otros). En caso de que efectivamente la disputa sea llevada ante un juez, corresponde a éste nuevamente recurrir a la buena fe como norma heterónoma para integrar el contrato y definir su contenido normativo, ex post.
Esta situación ocurre con frecuencia en la utilización de cláusulas tipo adoptadas de modelos contractuales extranjeros, particularmente de sistemas pertenecientes a la tradición del common law, sin atender a la naturaleza del contrato ni a su ecosistema normativo local. Muchas veces las partes simplemente asumen que la utilización de expresiones o cláusulas usadas en otras jurisdicciones producirán los mismos efectos en el derecho nacional. Sin embargo, ello no siempre es así, y el proceso de “trasplante” suele requerir un esfuerzo analítico más allá que un simple “copiar y pegar”. (En este punto, véase el trabajo en legal transplants contractuales de Li-Wen Lin así como el provocador y conocido “the impossibility of legal transplants" de Pierre Legrand).
Un buen ejemplo en este sentido se da por el uso de la cláusula fit-for-purpose, la cual, en términos sencillos, demuestra el compromiso del diseñador o constructor con alcanzar un resultado específico, sin permitir que las partes usen como defensa el haber empleado “reasonable skill and care”. Si bien en Inglaterra esta cláusula ha sido ampliamente discutida en la doctrina y la jurisprudencia especialista en derecho de construcción, lo cierto es que en un sistema como el nuestro, sus implicancias requieren un análisis mayor. Si las partes no logran acordar en sus reales consecuencias prácticas, quedará sujeto al juez interpretar o integrar esta parte del acuerdo, determinando su sentido y alcance, así como el contenido de las obligaciones que de tal cláusula derivan.
En tercer lugar, los deberes de colaboración y honestidad contenidos en el concepto tradicional de buena fe son particularmente relevantes. En este sentido, el contrato de construcción es un contrato eminentemente colaborativo, en el sentido que la conmutatividad entendida como equivalencia de las prestaciones debidas entre las partes al tenor del artículo 1441 del Código Civil se explica, justifica y mantiene en la confianza. Esta confianza entre las partes, explica precisamente que, en el contrato de construcción, contratista y mandante, asuman riesgos que dependen primordialmente de la rectitud y honestidad del otro: completar el proyecto a tiempo para el mandante o dueño depende de la diligencia del contratista, y el contratista deja su utilidad o beneficio sujeto a que el mandante efectivamente cumpla su obligación principal que consiste en pagar el precio del contrato, precio que usualmente se construye y acuerda en base a una cotización en la que habitualmente el mandante no tiene a la vista todos los elementos considerados por el contratista proponente. Es decir, la buena fe exige deberes de conducta mínimos para efectos de proteger la confianza necesaria para estimular la participación colaborativa de ambas partes, esencial en estos contratos.
Finalmente, dado que la buena fe permite determinar el contenido y alcance de obligaciones expresamente contraídas, así como determinar la existencia de acuerdos implícitos en el contrato de construcción, su rol es vital en la determinación del cumplimiento o incumplimiento de sus obligaciones. Luego, acreditado un incumplimiento en un contrato de construcción, es interesante preguntarse qué alternativas o remedios tiene un contratista frente al uso y abuso de mecanismos contractuales reservados para el mandante. En definitiva, si bien la buena fe exige ejercer los derechos y prerrogativas que emanan del contrato, en atención y consideración a los intereses de la otra parte, ello no quiere decir que haya que desatender totalmente el propio interés, o soportar incumplimientos dañosos de la contraparte, sobre todo si existen acciones llamadas justamente a evitar la materialización de perjuicios, o remediarlos una vez ocurridos.